martes, mayo 09, 2006

Mi Colegio I


Pocas cosas dejan tanta huella en uno como los años de colegio y las experiencias que en él se viven. Yo estudié en el Alfonso X el Sabio (pronúnciese Alfonso diez el Sabio), en una calle con mucho sabor indiano en su nombre, la calle Isabela. Le tengo un especial cariño a mi colegio, entre otras cosas por las personas con la que allí conviví, los amigos que hice y por las muchísimas horas que pasé en él, incluso después de haber terminado los estudios.

Llegue al Alfonso X con cinco años y, con un paréntesis roteño, salí con diecisiete caminito de la universidad. Parece evidente que en tantos años fueran muchas las cosas que allí vividas me marcaran y dejaran huella. El colegio había llegado al Porvenir con mucha historia a sus espaldas, pues la sede original había estado nada más y nada menos que en la casa palacio de los Sánchez-Dalp, en la plaza del Duque, la que cayó bajo la infame piqueta del desarrollismo para dejar paso al primer centro comercial de Sevilla, abriendo en canal una de las plazas por entonces más bellas de la ciudad. De allí en busca de alumnos, que es por lo que se mudaban los colegios, llegó hasta un barrio que en ese momento comenzaba su expansión demográfica al otro lado del Parque.
En mis primeros cursos las clases estaban en el semisótano desde los bajos se iban ascendiendo plantas conforme se iban ganando etapas y cursos. Yo fui un niño de la EGB, entonces me parecía prehistórico que los mayores hablaran de las reválidas, el preu y esas cosas, ahora los niños piensa lo mismo de nosotros al escuchar las siglas de la educación general básica o del bachillerato unificado polivalente (por cierto, que horror de nombre). Entonces el patio del colegio era de albero y sobre su amarillo se pintaban con una carretilla, que iba vertiendo el polvillo de tiza poco a poco, las líneas del campo de balonmano, que siempre fue el deporte insignia del Alfonso X. Ese albero se encharcaba con las lluvias y delante de los vestuarios se formaba una charquera impresionante, tan grande era que estando en segundo curso me caí en ella durante un recreo y me sacaron con barro de la cabeza a los pies. Yo entonces no estaba mucho más preocupado que de hacer deberes y emular dando patadas a una pelota, a un bote o a los que fuese las hazañas de Javier López, mi héroe bético; los recreos eran continuos derbis locales en los que daba igual el número de jugadores por equipo, lo importante era defender con denuedo al equipo de nuestros amores, y sacarnos los consiguientes cardenales en las espinillas.

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